¿Cómo sostienes una sociedad que antes un solo acto tiene dos juicios morales?

Al crecer, mis padres me decían que era especial, que viviría para hacer grandes cosas. Pero el camino no es claro, y mucho menos justo. Es traicionero. Entonces uno aprende a jugar vivo para sobrevivir.

Frente al inminente fracaso, aprendes a manipular las condiciones a tu favor. Y esto no es solo una cuestión semántica. Si tienes que jugar vivo para empujarte a aprobar un examen, eso significa —casi siempre— que ya agotaste las vías formalmente correctas. Y cuando vivir así se vuelve costumbre, deja de importarte a quién tengas que pasarle por encima. Lo único que importa es no quedarse atrás. Y así, sin saberlo, comenzamos a caminar hacia abajo.

Esta indoctrinación casual, disfrazada de picardía, se siembra en los años formativos. Lo que parecía ser una virtud —“pensar mejor que el rival”— se pervierte hasta convertirse en su opuesto: una lógica de guerra donde todos son obstáculos.

> Aquí uno quiere verte bien, pero no mejor que ellos.

Dostoyevsky decía que cada hombre es responsable de los pecados de los demás. Y quizás eso sea lo más doloroso de nuestra identidad: sabemos que, al reírnos del que “se coló”, al admirar al que “se salió con la suya”, al hacerle barra al político ladrón porque “por lo menos hizo algo”, todos participamos. Todos tenemos sangre en las manos, aunque tengamos las uñas limpias

Muchos justifican esta actitud como un acto de resistencia: “el juega vivo es nuestra manera de sobrevivir al abuso colonial”. Y tal vez fue cierto. Alguna vez. Pero hoy, es un virus cultural disfrazado de virtud.

Con la reversión del Canal de Panamá, se abrió un vacío. Un espacio de poder sin dirección popular clara. Y entonces comenzó una carrera: no por construir un país, sino por repartirse el botín. Los partidos —sectarios, clientelistas, cínicos— dominaron cada aspecto de la vida política y social, pero siempre debajo de la mesa.

Así nace la hegemonía competitiva que Facundo Cabral nos advirtió con brutal lucidez: “Le tengo miedo a los estúpidos, porque son muchos y pueden elegir un presidente.”

> Cuando el juega vivo se vuelve regla, no hay distinción entre inocencia e idiotez: solo hay complicidad.

Y en esa lógica, hasta los actos más simples se corrompen. Transarle los mangos al vecino porque “él no los está cosechando” no es solo viveza; es declarar al otro como potencial enemigo. Un mundo donde la confianza muere, y la cizaña tiene campo libre para contaminar las relaciones de los hombres libres de esta nación.

Cristo ya habrá venido muchas veces. Y muchas veces le habrán cobrado de más en taxi por no saber el camino.

Pero cuando llegue de verdad el momento de la redención, tal vez no lo reconozcamos.

La viveza nos habrá cegado tanto, que ni aunque la verdad nos escupa en la cara sabremos verla.

Y no quedará nadie para salvarnos.

No porque nos odien.

Sino porque conocen demasiado bien a su pueblo.