El cloro lava los recuerdos

Cuando era chico, yo
vi lo que hacían con ella.

Cómo la levantaban de donde estaba,
sentada en la banca, esperando el colectivo.

Su calmada expresión se fue con la tarde,
agarrada de brazos entre varios
y cargada dentro de una camioneta sin placa.

Cuando la devolvieron,
tenía la mandíbula virada.

Y tenía la fe por el piso,
la voluntad marchita
y las ganas idas.

De vivir,
de sentir,
de seguir.

No sería esa la primera vez,
tampoco la última —no se sorprenda—.
Que en esta calle hay una tendencia:
callar.
Ser bonita y quedarse sentada.

No eran de aquí los hombres que la buscaban.
Venían de otros barrios,
mejor iluminados,
donde esta clase de actos
se encuentran legalmente penados.

Pero solo contra quienes
son de su mismo color.

Aunque pronto esta diferencia
de “yo vengo de aquí, y tú de allá”
no tendrá cabida en nuestro hablar.
Porque para entonces
no vivirán más personas marrones
en este lugar.

Nuevas casas,
más grandes,
más lindas,
más blancas
y más vacías.

De fachadas uniformes,
con asociación de homeowners.

¿Y dónde irán todas las mujeres
que ahora les gustan?
¿Las dejarán vivir con ellos,
o se abrirá un nuevo mercado en otro barrio?

Cuando era chico
comía yo aquí en esta vereda,
donde la policía ahora se parquea
a evitar la agrupación sospechosa.

No serán los yankees,
ni los altos mandos,
ni las pandillas,
ni las entidades no gubernamentales
las que nos saquen de aquí,
como creía yo de pequeño.

Pero será el fuego.
Que se prenda
cuando no firme el contrato
que me ofrezcan sus ojos claros.

El aroma a carne quemada
que me contó mi profesor que sintió en la invasión
ahora se filtra
por el suelo recién asfaltado
de las calles renovadas,
frente a los inquilinos
en pronto desalojo.