Me llamaron del ministerio esta mañana.
Hace semanas que me ausenté, y dejé sin responder los correos que, con creciente urgencia y esa formalidad venenosa, se acumulaban en mi bandeja. Hice clara mi incomodidad con la manera en que se arrastraban los procesos administrativos que me habían asignado: mi obra, mi creación, mi trabajo.
La voz en el teléfono cargaba el mismo tono burocrático de siempre, idéntico al de los memos que infestaban mi terminal. Pero esta vez venía revestido en un extraño decoro, funerario:
> “Debido a los recientes llamados de atención por el descuido de sus funciones, y al desempeño inferior a las expectativas establecidas, solicitamos su asistencia, a la brevedad posible, al consejo del cuerpo ministerial para una reevaluación de su posición.”
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No sé si mi rabia nació del estilo pretencioso —buscando intimidarme con sus palabras grandes — o de la idea de que esperaban verme llegar para desecharme como a un cerdo rumbo al matadero.
No presenté mi renuncia. Creí que era implícita cuando dejé mi llave de acceso sobre el escritorio vacío. Ni mis cosas ni yo pertenecemos a ese cubículo.
Marta, te confieso que compartir contigo estos años en el departamento —donde las caras nuevas no duraban, y las sonrisas se convertían en fachadas— fue de las experiencias más decepcionantes de mi vida laboral. Nunca había visto ineptitud tan constante, no solo tuya, sino también de nuestros superiores, que celebraban cada desastre que causabas como si fueras un gato cazando ratones que tú misma soltaba. El orgullo con que asumías estas posiciones, estos crecientes privilegios y el tono con que cada maldito lunes descargabas sobre otros tus propias obligaciones propiciaban en mí un instinto animal que atentaba contra la voluntad de Dios de preservar la vida — de los demás, y la mía —
Incontables veces recogí los vidrios que quebrabas con tu voz. Desarrollé una fobia a levantar el teléfono, temiendo las consecuencias de tus comentarios fuera de lugar. Espero que disfrutes tu séptimo ascenso. Espero que te ahogues con la comida insípida de los restaurantes donde invitas a tus cómplices y pasas la cuenta al ministerio.
Señor Bermúdez, jamás me interesó ver a su mujer desnuda. Primero, porque no es de mi gusto. Segundo, porque le tenía a usted un respeto genuino. Obedecí sus órdenes, por absurdas o inútiles que fueran. Sacrifiqué horas incontables para complacer sus caprichos, aunque no fueran mi problema. Creí que éramos amigos, hasta que decidió introducir en mi vida un enredo que me era ajeno: esa mujer suya, a la que ahora veo cuánto le importa.
Quince años le di al ministerio. Quince años en los que renuncié a la idea de una familia. Y todo para sostener una institución más empeñada en desmantelarse que en cumplir el objetivo para el que fue creada… ¿Cuál? ¿Alguien lo recuerda? ¿Alguien trabajó aquí más que por el dinero? El dinero que nunca alcanzaba, los beneficios que fueron banquetes para la alta gerencia, y nosotros, simples sombras, nunca entramos en esos salones donde se repartía el presupuesto.
Este ha sido el mayor lavado de dinero que he presenciado en la administración pública. Y mi mayor vergüenza es haberlo patrocinado con mi silencio, haber permitido que la viveza fuera premiada antes que la lealtad o la productividad.
Creo en lo que digo. Tanto como creo que este Estado sobrevive flotando en arcas vacías, haciéndole creer a sus animales que, al tocar tierra, tendrán un propósito. Pero la realidad es esta: todos son chivos expiatorios esperando turno para tomar la caída.
Yo no, jamás. Si caigo, caeré con dignidad, caeré como un hombre con orgullo en su trabajo, caeré sin miedo, de frente.
Una cosa más antes de terminar…
Andrea, cuando llegaste a la secretaría, admito que me dejé llevar. Me dejé llevar, lo confieso. Pasamos semanas trabajando a deshora. Los depósitos de suministros, sin seguridad alguna, se convirtieron en escenarios para cosas tan apasionadamente vergonzosas que, por momentos, me hacían olvidar el peso de la carga laboral que me ponían las lacras con las que compartíamos el piso catorce del ministerio. Al mismo tiempo que a veces no podía concentrarme en las cositas que me hacías porque me ponía a pensar mucho en lo que significaba no tener cámaras en los ascensores.
Comprendí tus dudas, tus miedos. Lo que nunca soporté fue — y en esto soy irreductible — que aceptaras ese traslado al edificio contiguo, justo cuando quedó vacante el puesto por el que tanto luché antes de conocerte y que dudé tomar cuando se me fue ofrecido porque no quería perder lo que teníamos.
Te amo y te maldigo. Por las veces que soñé morir con mi boca enredada en tu cabello. Y por lo fácil que fue para ti cortar el mío y dejarme ciego.
Pude aguantarlos a todos, como lo hice durante tanto tiempo. Hasta que mirando el reloj sobre la puerta de salida todos los días me di cuenta que no tenía un futuro. Porque ahora estando en mi casa me buscan para que vuelva a ahogarme en las paredes blancas, los monitores parpadeantes, los sonidos de arrepentimiento que hacía uno que otro de vez en cuando al darse cuenta que todos éramos igual de miserables; incluso esos que salían a comer con magistrados, esos que con su panza gigante tenían una modelo en casa esperando y los que encuentran el amor muy temprano.
Díganle a mis padres que no la di, que lo siento. Que soy un cobarde, que no aguanto el tedio del medio día a sabiendas que no saldré de la oficina hasta los 9, aunque mi contrato sea hasta las 5, y las horas extras no las paguen.
No tengo miedo. Ahora no. Miedo me da más salir de casa, enfrentar el mundo y darme cuenta que donde vaya será lo mismo.
Así que acaba aquí, y ahora.