Santa Isabel

Según cuentan los del campo, una pareja recorría estos parajes, y él, con una sonrisa indomable, dijo:

— No se preocupe, cariño. Si usted cae, me llevas contigo, pa’l infierno y de vuelta.

— Tonto, del infierno no vuelve nadie — respondió su reina.

— Yo, que sí soy bravo, mi negra, por usted me quemo pa’ siempre. Si el calor que tenemos tú y yo, no lo aguanta nadie.

— Serás bravo, pero bruto, Ignacio. Déjate de juegos, muchacho.

A mitad de camino impaciente, Ignacio susurró:

— Venga, mi negra hermosa, que somos como esta tierra. Descansa aquí conmigo un poco, que este guayacán es lo más bonito, después de ti, que he visto.

El cielo se tornó en un lienzo oscuro, pero, sobre ellos solo corría una brisa suave. Las nubes, transformadas en muros negros, ocultaban un carnaval de luces que iluminaban el valle y encendían la pasión en los corazones de los amantes.

Entre suspiros y quejidos, se entregaron el uno al otro, entrelazando sus almas más allá de la carne.

— Negra mía, si solo fueras toda mía, te daría mi vida.

— Pero ¿qué hablas, Ignacio, si nací siendo tuya? Eres tú quien debe prometerme: sé mío por siempre

— Tuyo como la tierra es del hombre, y nuestra alma es de Dios. Tuyo como mío soy, tuyo seré hasta que el ocaso caiga por última vez.

Y así, abrazados al tronco que fue su testigo, descansaron hasta que el amanecer desvaneció sus cuerpos, dejando solo el rastro de su pasión en las raíces del llano. Pasión que todavía hace eco en la ciénega, y susurra la lluvia.