Tus ojos no me reflejan a mí

Yo la esperaba.

      La esperaba por horas —a veces en casa, otras a orillas de la calle; saliendo de la escuela, saliendo del trabajo. A veces iba hasta su trabajo y la esperaba en un pasillo vacío. Le decía en su descanso si podía bajar a la entrada. Ahí me encontraba: sentado, con una sonrisa imposible de ocultar.

      La esperaba donde pudiera. Jugaba con la gente que pasaba, jugaba conmigo y mis ideas mientras el tiempo transcurría y las horas me acercaban a ella.

A veces, de madrugada en mi casa, acostado en mi cama, miraba el techo.
Esperaba que sonara mi teléfono con un mensaje
          que a lo mejor dijera:
                    ¿sigues despierto?

I.

Hubo muchas veces que no llegó.
      Que se distrajo saliendo
          y me ganó el frío
              y el silencio.

Muchas veces sin explicación.
Otras muchas con excusas que hacían más mal que bien.

Luego hubo otras que llegó tarde. Me escribía que ya venía, me llamaba para preguntarme cómo estaba. La escuchaba riéndose de fondo, cómo se divertía, y me daba pena apurarla.

Cuando llegaba me veía tumbado, cabizbajo, con los ojos cansados y llorosos.

Con voz baja preguntaba:
      ¿Dónde estabas?

Antes que mis palabras llegaran eran cortadas por su mirada intensa.
Me abrazaba,
      jugaba con mi cabello
          y presionaba mi cabeza contra su cuello.

Esa mirada de arrepentimiento
      que su orgullo nunca mostraba,
          estaba ahí.

Quería temblar, patalear, reclamar y—

Pero había esperado tanto que la apretaba de vuelta. Mientras se disculpaba secaba sus lágrimas y decía: no importa, ya vámonos.

Esperaba siempre que fuera la última vez que pasara.
Pero hay cosas que nunca cambian.

Hasta que dejé de esperarla.


II.

Después de un tiempo me llamaba.
      Incesante.
Pidiendo un poco de tiempo para convencerme de vernos, de hablar, de resolverlo.

No quiero creer que fui débil cada vez que estuve de acuerdo. Quiero en su lugar creer que era pequeño y su cariño para mí valía lo que costaba el cielo.

      Porque no sabía mejor.
      Y no conocía el amor sincero.

Cuando apagaba la luz del cuarto y cerraba la puerta, abrazaba una almohada de frente y otra entre mis piernas. Me preguntaba si en la mañana alguien entraría para despertarme o el sol me daría las buenas tardes.

No tenía idea.

Pero dormía con la esperanza de que fuera lo segundo y así no tendría que pensar de nuevo si venía porque se acordaba que me quedé esperándola.

Siempre me infundía mucho miedo pensar en ella.

      Porque nunca sabía dónde estaba
          ni qué estaría haciendo.
      Si volvería pronto
          o ya no lo haría de nuevo.
      Si debía dejar la luz encendida
          y la puerta sin seguro.

Es demasiado tarde,
pensaba en decirle todo el tiempo.

Ya no quiero.

Ya no.

Estoy más solo contigo aquí que esperando que te dignes en venir.


Cuando me ves derrotado,
      con cicatrices nuevas,
me pregunto yo:

          ¿ves al niño que tomaste en brazos alguna vez,
          o ves tu más grande error?