Uno siempre vuelve, porque uno nunca se va

Cuando era pequeño, estaba muy apegado a mi mamá. Me quedé con ella tras el divorcio; mi papá se llevó a mi hermana.

A medida que ella enfermaba y yo crecía, me enfrenté a una carrera contra el tiempo: aprender a cuidarme solo mientras ella se volvía cada día más incapaz de quedarse despierta.

Malabareaba entre ayudarla a levantarse, hacer mi tarea, aprender a cocinar, mantener la casa limpia y evitar que todo se viniera abajo.

Pero ella siempre empeoraba más rápido de lo que yo podía manejar, hasta que llegó el día de su episodio psicótico más fuerte y de su convulsión más grande. Fue demasiado para mí. Llamé a todos los que pudieran ayudar, y se volvió imposible seguir pretendiendo que podía cuidarme solo.

Me enfrenté a una decisión:

Irme con mi abuelo

Irme con mi papá, donde mi abuela

Ninguno era mi mamá. No había manera de quedarme en el único hogar que había conocido.

La única alternativa era mi tío, el hermano de mi mamá, la única figura estable y honesta en su familia. Siempre quiso hacerse cargo de mí, llevarme a La Salle de Colón, y hasta sus últimos días creía que su plan funcionaría. Pero murió de repente, y con él desapareció el último resquicio de sanidad que quedaba en mi mamá. Ni siquiera yo era lo suficientemente fuerte para mantenerla unida.

Nunca tomé esa decisión. Empecé a pasar más tiempo en la calle, libre de responsabilidades. Intentaba ir a la escuela, me perdía a la salida, buscaba lugares donde nadie me conociera. A veces regresaba a alguna casa, pero desaparecía tan a menudo que dejaron de esperarme con la puerta abierta.

Nunca dije cuánto me afectaba. Nunca tuve el valor de confesarles a quienes me rodeaban que no estaba realmente ahí; solo estaba evitando la realidad de no poder volver a casa.

Hice amigos en lugares que jamás imaginé, con tantos nombres e identidades que era fácil perder la cuenta. Todo porque no podía tomar una decisión para la que ya llegaba demasiado tarde cuando entendí que esta era mi vida ahora.

Ese patrón nunca me ha abandonado. De adulto, cuando encuentro un lugar donde me siento cómodo, siempre aparece una situación similar: me dan dos opciones que no quiero tomar y prefiero huir, dejando que otros lidien con las consecuencias de mi ausencia. A veces no es una huida física, sino emocional; me rindo al intentar explicar mis sentimientos, al miedo de perder el control de nuevo.

Recientemente lidié con esto en lo personal. Dije, temblando: «No estoy cómodo con lo que está pasando.»

Me respondieron: «No puedo darte lo que quieres. Pero tampoco hay que dejarlo ahí. Puedes aceptar lo que te ofrezco y darle tiempo a que crezca en algo con lo que ambos estemos cómodos. O irte, porque la manera en que te sientes no me hace sentir cómoda tampoco.»

Horrible cosa que decirme. Me mandó directo a estar llorando como a los trece, en la parte de atrás de una patrulla.

Nunca he querido, nunca he sido capaz de tomar esa decisión.

Pero entonces dijo algo que mi mamá nunca pudo: «Creí que podía hacerlo todo bien, mantenerlo bajo control, pero fue demasiado para mí. No puedo, lo intenté. Lo siento. No puedes culparme por no lograr ser suficiente.»

Ahí perdoné generaciones.

Le dije que podía intentarlo, con la voz temblorosa y los ojos llorosos.